Los mundiales también sirven para poner en evidencia algunas ausencias. Ausencias de tipos pesados, irremplazables. Sudáfrica 2010 se nos fue de las manos sin los aportes del Negro Fontanarrosa.
Un 19 de julio de hace 3 años murió en Rosario –la misma ciudad en la que nació, vivió y se hizo genio– Roberto Fontanarrosa. Tenía 62 años. Fue un brillante humorista, dibujante, escritor. Pero estas líneas lo recuerdan en otra dimensión, tanto o más importante que esas: la del hincha de fútbol que escribía como jugaba y que jugaba como vivía.
Ya habrán leído las mil y un necrológicas del Negro Fontanarrosa. Agradecidas, ingratas, sensibles o sensibleras, detallistas, doloridas.
Ya habrán leído las mil y un necrológicas del Negro Fontanarrosa. Agradecidas, ingratas, sensibles o sensibleras, detallistas, doloridas.
Ya habrán consumido los títulos insistentes remitiendo a su “qué lo parió”, en los mismos medios tradicionales que se cuidaron –pacatos que son– de no acordarse demasiado de su “puto el que lee esto”; ya habrán escuchado sus anécdotas más conocidas, sus vivencias, sus citas memorables.
Ya habrán asistido a esas reflexiones que aparecen en estos casos: las que advierten que se muere la gente que vale la pena, habiendo tanto hijo de puta vivito y coleando. Una evidencia más de que -diría Fontanarrosa- el mundo ha vivido equivocado.
No hace falta, entonces, insistir en su genialidad como humorista; en su prodigiosa escritura aunque moleste a las academias; en su particular relación con las “malas palabras”; en sus dotes como dibujante; en su creatividad descomunal para parir a Boggie el aceitoso o a Inodoro Pereyra el renegáu.
Tampoco vale redundar respecto de su bondad; de sus pasadas por la mesa de los galanes del bar El Cairo; de su identificación con Rosario; ni de su reivindicación absoluta y permanente de la amistad.
Pero hay una dimensión en la que al Negro Fontanarrosa lo extrañamos más infinitamente aún: los futboleros nos quedamos huérfanos.
Pero hay una dimensión en la que al Negro Fontanarrosa lo extrañamos más infinitamente aún: los futboleros nos quedamos huérfanos.
Huérfanos de sus estocadas brillantes, de sus conceptos, de su humor, de su análisis del juego por encima de todo lo demás.
FÚTBOL SAGRADO
FÚTBOL SAGRADO
Los futboleros lo extrañamos mucho más que los que se habituaron a leer sus chistes cada día. Tal vez porque el de los futboleros es el terreno en el que más importan las pasiones, mucho más que en la literatura, mucho más que en los diarios.
Y porque el Negro Fontanarrosa era, antes que un escritor, antes que un dibujante, antes que un humorista, un futbolero. Y un hincha de fútbol.
El Negro lo sabía, y por eso lo sabemos: el fútbol es sagrado. Y sabía, como sabemos, que cada clásico nos envejece 5 años. Y sabía que al final el fútbol es nada más –nada menos– que una excusa para otras cosas: para juntarnos, para llorar, para alegrarnos, para cabrearnos, para pensar, para charlar, para aprender, para enseñar, para discutir, para querernos, para ablandarnos y para endurecernos sin perder la ternura jamás. Y – por supuesto– para cagarnos de risa. En algún lugar el Negro Fontanarrosa era un amigo. Y cuando los amigos dejan ese espacio vacío, se pianta un lagrimón.
PASIONES Y TRISTEZAS
PASIONES Y TRISTEZAS
En el ’97 habíamos sufrido un golpe mortal: Osvaldo Soriano se quedó callado. Y nos quedamos sin sus palabras para que nos aliviaran de las derrotas que vinieron, y que siguen viniendo.
La ausencia de la pluma del Gordo, su sencillez cariñosa, se habrá sentido en todos lados. Pero nadie padeció tanto su retiro como los futboleros. Perdimos el norte y nos quedamos sin su maravillosa dulzura, su visión mágica y a la vez tan terrenal. No fueron lo mismo, desde entonces, los mundiales.
Será nomás una casualidad: Soriano empezó a faltarnos desde el mismo Mundial en que nos falta Maradona.
Pero nos quedó, a los futboleros, el Negro Fontanarrosa. Luminoso y resplandeciente, en el medio de las estadísticas y el marketing. Visceral, profundo, espontáneo. Y futbolero del alma. Entendedor del juego –que tanto importa– y del fenómeno que lo rodea.
Traductor de pasiones, impresionante contador de anécdotas, memorioso de equipos que merecían de su memoria, inventor de esas hermosas frases inolvidables. Y siempre con humor, como corresponde. Porque hay que cagarse de risa. ¿Cómo se bancaría Fontanarrosa, sino, que Maradona haya jugado para Ñuls?
Los cuentos de fútbol que hace un futbolero se devoran, como pasaba con los del Negro. Sus columnas más coyunturales son, sin embargo, dignas de trascender los tiempos, como ocurrió con su creación de La Hermana Rosa. Y aquel libro sobre los grandes equipos de la historia (“No te vayas, campeón”) es un manual que ningún futbolero puede dejar de leer.
DE FÚTBOL SOMOS
DE FÚTBOL SOMOS
“El Área 18”, finalmente, es una obra maestra de la literatura futbolera mundial. El libro es viejísimo, pero lo leí hace un par de años. Me gustó más, todavía, porque me lo prestó un amigo. Que es rosarino y es canalla. Parece un pavada, pero a veces uno percibe la sensación de que en el libro hay un espíritu que lo engrandece, un aura ennoblecedora.
Al mismo tiempo, no sé si me pasa sólo a mí, pero hay personajes –como el propio Fontanarrosa, o el Negro Olmedo, o todos esos músicos geniales–, y lugares, y colores, y leyendas, y costumbres, que nos dan ganas de ser un poco rosarinos.
A lo mejor por eso lo devoré con más ganas, pero no hay dudas: “El Área 18” debe ser leído en las escuelas.
La novela transcurre en un país en el que sólo importa el fútbol. Sus conquistas son en base a partidos de fútbol, y sus calles, y sus tristezas y sus grandes momentos y sus miserias y sus héroes. Todo está vinculado con el fútbol. Se arma una selección, integrada a su vez por personajes que llegan de distintos países, cada uno con su miseria y su grandeza futbolera. Y entonces, en esa novela que sin saberlo es una denuncia de la mentira de la globalización (el Negro Fontanarrosa nunca permitiría que se diga esto), el argentino gambetea y es egoísta, el brasileño es el mejor pero se caga, el alemán siempre es puntual y disciplinado...
Así en la vida como en el fútbol.
Uno, que se siente un peliagudo defensor de esa máxima que nos enseña que se juega como se vive, escuchando y leyendo al Negro Fontanarrosa, a veces queda convencido de que –en realidad– se vive como se juega. En ese orden.
Fontanarrosa: hasta la victoria, a veces.