lunes, 5 de abril de 2010

Hombrecito

Estaban entrados, pero no mucho, los ’80, cuando ocurrió una de esas decisiones que marcan un antes y un después. Era un tiempo en que rebotaban los entusiasmos democráticos y nos impresionaba la tele en color. Entonces empecé a hacerme un hombrecito. No por casualidad ni por el simple grito del calendario.
Las decisiones fundamentales de una vida casi siempre las toma otro: cuando no es el dinero es un familiar, cuando no es una mujer es un amigo, cuando no es un jefe es un recuerdo, cuando no es el bolsillo es el azar. Uno, claro, acepta con más o menos satisfacción; a veces se resiste. Pero en el fondo todos lo sabemos: son los otros los que resuelven los rumbos esenciales.
Esta vez fue mi abuelo.

Creo no haber conocido a ningún hombre al que mejor le entrara ese lugar común de que es incapaz de hacerle mal a alguien. Tal vez lo mismo repitamos en cada rincón de todos los abuelos (aunque me gustaría saber qué dice, por ejemplo, el nieto de Etchecolatz).
Pero bueno… el asunto es que, como corresponde, mi abuelo me llenaba de concesiones. Entregaba todo lo que un niño puede desear: tenía una pileta maravillosa en el fondo de su casa (un lugar cercano al Paraíso); me regalaba revólveres a cebita, no escondía ases en la manga pero sí caramelos de chocolate y maní; tenía una vieja máquina de escribir en la que me daba los primeros gustos de escriba amateur; manejaba un Torino con el que viajábamos cómplices hacia el interior de la provincia. Y guardaba conversaciones adorables.
Adorables eran, sobre todo, porque el fútbol ocupaba la mayor parte de esas charlas. Me contaba de sus años mozos en Lonquimay y yo lo imaginaba erguido y elegante sobre el verde césped, compartiendo equipo y camiseta con una mayoría de sus 15 hermanos.
El mejor elogio como futbolista (también amateur, claro está) que he recibido en mi vida, me lo regaló mi abuelo.
Una tarde, después de un partido con las inferiores de Belgrano, me dijo –como si fuera una cosa menor– que yo era el único en el equipo capaz de poner “esas cortadas –así le decía mi abuelo a los pases de gol entre líneas– como hace Bochini”.
Para mí el Bocha siempre fue una debilidad, aunque jugara en Independiente. O porque jugaba en Independiente, y mi abuelo era –claro– de Independiente. Había en esa época varios viejos de su edad que eran de Independiente. De Independiente como de los de antes, además: paladar negro, conceptos arraigados, fundamentos futboleros, militancia en el juego bonito.
Mi abuelo Alfredo nunca supo el orgullo que yo sentí aquella tarde que me comparó con Bochini. No se lo dije a nadie: primero, porque existía -muy firme- el riesgo de que lo desmintieran; pero sobre todo, porque era un halago demasiado hermoso como para compartirlo.
La cosa es que con mi abuelo hablábamos: de estilos, de jugadores, de anécdotas. Si el fútbol es un vehículo de ideas es también un modo de canalizar los afectos; el fútbol ayuda a definir las relaciones, nos identifica con un otro, nos acerca; nos hace ser solidarios en la pasión, en la alegría, en el dolor. Porque el fútbol a veces duele.
Un día mi abuelo decidió que yo era un hombrecito, y ahí el fútbol –como en todas las decisiones importantes– metió la cola.
Entre los mimos semanales que el abuelo me daba se incluía la adquisición de una revista; me compraba el Billiken, en lo que hoy recuerdo –quizá mal, porque la memoria engaña para el lado de los deseos– como un privilegio que correspondía al nieto mayor.
Pero un día mi abuelo Alfredo detectó, porque mis indirectas no le habían dejado más remedio, que yo había crecido. Me asomaba a la adolescencia, o un poco menos, cuando tomó una resolución vital para el futuro de mi vida: dejó de comprarme el Billiken y pasó a regalarme El Gráfico.
Todo un avance. El primer martes que accedí a ese enroque que para mí era la gloria, me sentí eufórico. Yo era otro. El Billiken era asunto de niños (y de niñas): yo empezaba a ingresar, lenta pero inexorablemente, en el mundo adulto, y por lo tanto podía hablar de fútbol a la altura de cualquiera. Que eso era –al fin y al cabo– ser un hombrecito.
El paso siguiente no demoró casi nada: tardó unas pocas semanas mi abuelo en designarme mentalmente responsable. Y en lugar de traerme él la revista, empezó a darme la plata por adelantado, para que yo la buscara cada martes. ¿Qué señal más grande de que uno ya es un hombrecito que el hecho de que le den a manejar unos morlacos y depositen en uno la confianza extrema de que serán gastados como corresponde?
Yo entonces era un enfermo de El Gráfico. Y tanto se mete eso bajo la piel que aún de grande, cuando descubrí todas las tropelías de la editorial Atlántida y la familia Vigil; cuando supe de sus conexiones con la dictadura; cuando comprendí lo que significaban para este país herido, aún en ese contexto, aún hoy, me causa cierto dolor vincular a El Gráfico que tanto quise con toda esa mierda.
Yo no sólo disfrutaba de su lectura –me lo devoraba de tal modo que el miércoles ya estaba ansiando que pasara la semana para que llegara el número siguiente– sino que imaginaba sus títulos, apostaba por la foto de tapa y los lunes a la noche me pegaba a la radio para que Víctor Hugo Morales empezara a contarme qué cosas traían esas páginas.
A Santa Rosa recién llegaban al día siguiente. Con suerte. Recuerdo peregrinaciones bajo el sol del mediodía hasta los kioscos céntricos para ser el primero en tenerlo. Muchas veces esas caminatas de 20 o 30 cuadras eran una frustración, pero las repetía a la siesta y si era necesario a la tardecita.
Tener El Gráfico, leerlo, cuidarlo para que nadie osara ajarle alguna de sus páginas, era mucho más que tener una revista de deportes. Mi abuelo y yo sabíamos de qué se trataba: El Gráfico me había hecho un hombrecito.

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