Uno juega mejor con sus amigos. Ellos serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderán, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables.
El 10 de la varita mágica hizo lo que tantas veces, dejar el pase delicioso, un regalito para sacarle el moño y disfrutar. El 9 del optimismo hizo lo que tantas veces, y la mandó a guardar. Pero en el instante supremo, en el mejor segundo de la vida de este pobre año de Boca, el 9 volvió a hacer lo que tenía que hacer y el 10 hizo lo que quiso.
Martín Palermo, agradecido como ocurre con la mayoría de los goleadores que valen la pena, giró y buscó gritar su gol 219 –récord absoluto para la historia de Boca– con el autor intelectual de esa jugada, bastante devaluada si se tomaba en cuenta el contexto (un partido pedorro con Arsenal, con Boca en el fondo de la tabla y La Bombonera ni a medio llenar). Pero a Román lo mató el amor propio. Feliz porque él había sido el coordinador del gol tan buscado, pero quizá también celoso porque no hay estadísticas históricas de los pases de gol, en lugar de fundirse en el abrazo que correspondía con su amigo/enemigo, se quiso robar las ovaciones auriazules y se fue para otro rincón, alardeando y arrastrando en su carrera a unos cuantos compañeros.
Conformando una metáfora perfecta, otro ramillete se gestó alrededor de Palermo: Boca, el equipo, sus camisetas, quedaron divididos en dos. Literalmente. Y lo que era el mejor segundo del pobre año bostero,
terminó siendo el peor. La guerra de vanidades pasó un límite. Y el que se pasó de la raya fue Román.
La pelea entre los dos grandes ídolos, su interna, sus dimes y diretes cabareteros no eran ningún secreto para nadie. Pero hay fronteras que no se atraviesan. Así como hasta ese lunes extraño había una suerte de pacto tácito entre los jugadores para que sus contiendas no saltaran a la cancha, también había una implícita aceptación de esa situación por parte de los hinchas. Podíamos escuchar a los periodistas que nos ventilaran los eventos vestuariles, o que sacaran ridículas conclusiones sobre los pases que no se dan.
La historia y los títulos, le daban ese derecho a Martín y Román, como los sueños y las esperanzas nos daban ese derecho a los hinchas. Pero esto no se hace. El festejo de un gol es parte del juego.
Probablemente esa celebración iba a ser el mejor momento del año, está escrito, y sin embargo Riquelme lo deshizo. Peor aún: su propia generosidad ingresó en los mares de la duda. Porque a la luz de la actitud posterior, ese pase delicioso que era toda grandeza, termina volviéndose miserable. Si Román dio ese pase para después hacerse el dueño del gol 219, no fue un pase noble y altruista, sino narciso.
No dio ese pase desde la generosidad y porque era lo que el juego pedía, sino que lo soltó más bien como una limosna, para después forrear: “mirá lo que te doy… sin mí no podés…”. El pase de Riquelme, entonces, fue como esas donaciones que hacen las grandes empresas o personajotes: una conducta de tono caritativo, que busca simplemente aparentar, aparecer en la foto (y de paso pagar menos impuestos).
Hay gilada que busca peleas y puteríos en cada móvil periodístico, en cada gesto. No se trata de esto esta vez. Pero también es demasiado inocente el discurso que presupone que dos tipos que no pueden ni verse, no quieren ni verse, van a rendir en la cancha como si nada.
Eso es un bolazo.
Los que creen que el festejo de un gol no es importante si la jugada ya se concretó, no tienen más que mirar el escenario y el panorama que germinaron después de ese gesto. Y más allá de los negocios que pueda haber alrededor de todo el asunto, el gesto nos dolió también a los hinchas. Palermo sintió su gol un poco arruinado. Nosotros también.
Los pactos para no ventilar los puteríos de vestuario debieran incluir una cláusula, una especie de limitación para los bajos instintos: los goles los festejan todos juntos. Y el día que dos tipos no pueden abrazarse en un gol, hay que elegir y tomar decisiones.
Un buen modo para juzgar si de verdad Palermo y Riquelme pueden y deben jugar juntos –si le sirven a un equipo, o si lo perjudican– sería poner a uno de ellos a elegir en el “pan y queso”, a ver si opta por el otro…
A lo mejor quedó un poco desactualizado para la época, pero el Manuel Mandeb que Alejandro Dolina nos presentó en sus Crónicas del Ángel Gris tenía razón en algunas cosas. El tipo la tenía bastante clara.
Fue después de bastante tiempo que Mandeb comprobó el verdadero modo en que se elegían los compañeros en esos casos de picados barriales y adyacencias: escogía, sobre todo, a los amigos. Creerán ustedes que se trata de un sentimentalismo barato, y sin embargo también hay en esa forma de selección una cuestión estratégica: “Uno juega mejor con sus amigos. Ellos –dice Mandeb en los "Apuntes del fútbol en Flores"– serán generosos, lo ayudarán, lo comprenderían, lo alentarán y lo perdonarán. Un equipo de hombres que se respetan y se quieren es invencible. Y si no lo es, más vale compartir la derrota con los amigos, que la victoria con los extraños o los indeseables”.
1 comentario:
Genial, y la cereza del postre con el fragmento de Dolina, Felicitaiones
Publicar un comentario