Hasta un tipo como Jorge Valdano, que ha trascendido por su apodo de “filósofo”, ha advertido que en la cancha el que duda se amaga a sí mismo. Toda una paradoja si partimos de la base de que la filosofía es –entre otras cosas, y como ya lo explicó Rene Descartes– la duda como método para seguir pensando. Pero ocurre que el fútbol, finalmente, es muy pragmático. Como todo juego que se aborde seriamente. La duda, entonces, se vuelve una muy mala amiga, por más que suene bonito que cada jugada merece discutirse con uno mismo; pasarla por el tamiz de la experiencia, el deseo y la voluntad; o someterla incluso a lo que opinen los demás.
Tal vez aquel seleccionador español Luis Aragonés es un fundamentalista del asunto,pero algo de razón tiene cuando dice que en el fútbol un equipo que salta convencido de sí mismo tiene una ventaja terrible: "La duda en el fútbol es mala. En la vida, peor. Yo he visto perder a equipos formidables por dudar. Quien duda, muere".
Desde ya que hay dudas y dudas. La fatal duda del arquero probablemente no tenga punto de comparación, lógica situación para la ingrata tarea de quien jugando al fútbol se ve obligado a usar las manos.
La duda del goleador también suele ser dañina, pero ya se sabe: a los goleadores siempre se los perdona más que a los arqueros. Y aparte –entre nosotros– los goleadores siempre dudan menos.
Pero además, la duda es más atroz con los que defienden que con los que atacan. A excepción de los pateadores de penales, que víctimas de la duda son capaces de cavar su propia fosa y caer en las sombras del arrepentimiento eterno, los titubeos siempre son el fantasma de zagueros y laterales, más que de wines o de enganches.
Es que los defensores tienen más razones para el dilema, sobre todo porque el destino final de la jugada no depende de sus propias intenciones, sino que tienen que andar adivinando los proyectos del rival.
Es en esa circunstancia cuando asaltan las inseguridades: ¿hay que confiar en el instinto o en la lógica? ¿gambeteará este cristiano por la derecha, enganchará hacia la izquierda, tocará y saldrá disparado a buscar la devolución, hará un cambio de frente ilegible en sus movimientos?
Esa duda incluye, entre otras cosas, la preparación oculta de una segunda intención, que en la mayoría de las ocasiones suele ser un foul. ¿Pero ese foul debe ser disimulado para aspirar a la chance de que el árbitro no lo descubra, o debe ser violento para enseñarle al atacante que no joda más, y de paso hacer catarsis?
El defensor duda más porque piensa más. El delantero, el que lleva la pelota, se siente dueño de la situación y casi se deja llevar por sus estímulos más primarios. El que lleva la pelota y encara conserva en ese momento el ánimo de un nene. Y un nene no duda. Al contrario: el que lleva la pelota –travieso– pone todas sus energías en el engaño, arma fatal en el fútbol, donde -no es ningún secreto- gana el que mejor engaña.
¿Y para qué se engaña sino para provocar las dudas en el rival?
El defensor, en cambio, pone toda su madurez al servicio de la jugada: sus virtudes deben pasar más bien por la concentración, la atención, el conservadurismo. Y es entonces cuando viene, maldita y repentina, la duda.
Lo dijo alguna vez un tal Warren McCulloch: “una computadora no puede cambiar de opinión como el hombre, 14 veces en 3 décimas de segundo”.
Desde ya que dudará más aquel que tenga recursos a mano: quizá las mundialistas y mundiales dudas de Roberto Ayala lo condenaron justamente por la amplitud de recursos a escoger. Sabiéndose un dotado técnicamente, se duda más: ¿la bajo con el pecho, juego al anticipo, cabeceo no sólo para rechazar sino para que la pelota le caiga a un compañero, cierro con la zurda aunque no sea mi pierna hábil?
Si la duda es la jactancia de los intelectuales –como contaba Aldo Rico– es probable que sea también la jactancia de los defensores con mayores recursos. Pero es también su penitencia. Un tipo como el Flaco Schiavi duda menos. Y he ahí buena parte de su eficacia.
Finalmente, hay peores dudas. La duda que es cruel y es mucha: la que no pasa por una jugada, ni por cuestiones coyunturales. Son dudas más profundas y esenciales. Dudas existenciales, podríamos decir: la del jugador que no está cómodo ni convencido; la de quien siente que no es su momento ni su lugar en el mundo.
Así como en la vida las dudas se apropian de todo cuando uno tiene dilemas con su trabajo, su pareja o la ciudad en la que vive, en el jugador los cabildeos acechan cuando hay inseguridades sobre una nueva posición, sobre el planteo de juego, cuando aparece un DT que no es el de siempre o cuando los compañeros se notan distintos.
Es, acaso, la duda existencial de Messi en la Selección Nacional, un tipo que no duda en su club, porque no puede dudar, porque no hay espacios para la duda: en su Barcelona acierta siempre. Y tanto lo aman, lo adoran, lo idolatran que siempre tiene razón. Cualquier decisión que Messi tome, será coronada por el aplauso y la ovación. Y en esas condiciones nadie duda. Porque nadie duda de Messi: su DT lo ama, sus compañeros le tiran la pelota sabiendo que él va a ganar el partido, los hinchas lo reverencian y a los periodistas se les cae la baba de sólo verlo pasar.
Y si nadie duda de Messi, no hay ni una rendija como para que Messi dude de sí mismo.
Cuando ese lugar en el mundo se modifica, cuando cambian los colores de la camiseta y la intensidad de los desafíos, cuando se mete en el asunto incluso lo que llamamos “patria”, cuando los compañeros sí que dudan de ese gurrumín… aparecen las dudas del que nunca dudaba. Y frente a la duda, se entrena: se aprende a manejarla, a resolverla, a que no se transforme en duda sobre duda y se arme un gigantesco espiral de intrigas y conspiraciones.
Tal vez en este asunto, tan sencillo pero tan complejo, esté uno de los secretos de lo que pueda ocurrirle a la selección Argentina en el Mundial: qué capacidad tendrán los compañeros de Messi -y desde ya Maradona, pero también los medios y los hinchas- para convencerlo de que no dude.
Claro que para eso no vale fingir: ellos debieran convencerse antes. Por alguna razón, porque el fútbol es también un estado de ánimo, porque influyen múltiples factores, las maravillas que Messi hace en la cancha no han alcanzado a lograr unanimidad entre sus pares argentos. Lo anotan como un genio, sí, pero no se atreven a considerarlo un líder. Y entonces… ¿qué aparece? La duda. Incluso “la” duda de Messi: “¿tengo que ser Messi o tengo que ser Maradona?”.
El Diego también tiene sus dudas: dirá muy convencido que Messi es como él, ¿pero siente y piensa eso realmente? Si lo convencen, que se agarren… El asunto es que las simulaciones pueden no traer buenas consecuencias. Maradona fue el mejor engañador de todos los tiempos. Y en el fútbol –dicho está– gana el que mejor engaña, pero otro es el resultado si uno se engaña a sí mismo. Como Messi, que de tanto dudar si la Selección es su lugar en el mundo, a lo mejor se amaga a sí mismo…
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