A veces -muchas veces- el fútbol es un remedio contra el olvido.
Hacía rato que no sabía nada, ni me acordaba, de un viejo compañero de trabajo con el que nos quedamos debiendo cenas y sobremesas cuando el laburo nos separó. Seguramente él me destinó un olvido en proporciones semejantes.
Pero mirá lo que es el fútbol: en el instante en que Caruzzo -jugador con nombre de anti-ídolo- le metió el cuarto gol a Independiente y Argentinos Juniors quedó a un paso de ser campeón, me acordé de él. Y como esas cosas van y vienen, justo en ese instante cayó el mensajito en mi celular: “¡Esto es una locura!”, decía.
Mi viejo compañero, creo que el único hincha de Argentinos Juniors que conozco, tenía la enorme suerte de estar en la cancha. Una cancha con todas las letras, que -a contramano de lo que ocurre con la mayoría de los clubes- no tiene el nombre de un dirigente, ni de un poderoso que aportó migajas, sino de un jugador de fútbol. Y qué jugador: Diego Armando Maradona.
Argentinos Juniors gozará eternamente de la simpatía que provoca el Diego, como la que generan tantos otros jugadores que supieron salir de esa cantera inagotable, empezando por el gran Claudio Borghi, ahora técnico de los tranquilos y pensantes, antes jugador de los geniales y pachorrientos.
Mi viejo compañero no da el perfil de lo que uno supone que se valora en Argentinos Juniors: es formal y cortés, un empleado bancario puntilloso que fue policía e hizo de árbitro en las ligas locales. Nadie sospecharía que es un amante del lirismo.
Argentinos tiene esas cosas: es el club de un despreciable como “Pajarito” Suárez Mason, pero nació en una biblioteca anarquista con el nombre de Mártires de Chicago.
De chico, por su sólo nombre, Argentinos Juniors me despertó una inquietud cercana al cariño. Me parecía creer -después supe que tenía razón- que representaba el modo en que jugaban los chicos argentinos. Argentinos Juniors.
Pero no podía entender cómo un club que se llama “Argentinos” tenía esos colores, tan luego esos colores...
Los rulos del Diego, sus medias bajas y su cara de nene arrastraron ternura para el mismo molino. Mucho más cuando se produjo esa cosa tan inolvidable, tan extraña, tan de aquellas épocas: en el ‘81, cuando Maradona pasó a Boca por 10 millones de dólares, jugó un tiempo para cada equipo antes de mudarse del todo a la Azul y Oro. Ese año Boca fue campeón y Argentinos mandó al descenso a San Lorenzo, cuando Alles atajó un penal en la última fecha.
Después, o durante, me cautivó el nombre y la delicia habilidosa de un tipo como Silvano Espíndola, otro del estilo de la casa. Y más tarde llegó el formidable equipo que terminó siendo campeón de América y compartiendo una clase magistral de fútbol en la final del mundo contra la Juventus de Platini y Michael Laudrup.
Me acuerdo aquel equipo de memoria, como sucede con los que atraviesan la historia, los colores y los gustos: la estampa inolvidable del Checho Batista cortando todo en el medio, el despliegue de energía de Domenech desde el fondo a la izquierda, la categoría de Olguín para desmentir con toda su fineza que fuera un defensor, el oxígeno sobrante del Nene Emilio Nicolás Comisso, los pincelazos maradonianos del Panza Videla, el corte de manga que el Pepe Castro les dedicó a los hinchas de River, los bigotes desbordadores de Ereros, el oportunismo insaciable de PPP (Pedro Pablo Pasculli)...
Ese Argentinos Juniors enamoraba de verlo jugar. Y cuando aparecieron las rabonas del Bichi Borghi para encandilar futboleros, ese equipo rozó la perfección. Se quedó con las manos vacías en los penales frente al gigante italiano, pero siguió haciendo escuela: de sus entrañas salieron el Pocho Insúa, Redondo, Román...
Y Argentinos, por suerte, nunca dejó de ser un equipo chico. Las lágrimas de la penúltima fecha contra Independiente, en La Paternal, tenían ese contexto que cobija siempre a los clubes humildes: el barrio, los socios que se conocen entre sí, las puertas abiertas, los grandes medios un poco indiferentes, las tribunas con unos cuantos rincones vacíos...
Y la asuencia de esas histerias que tanto dañan.
Borghi, que es Argentinos Juniors, tal vez no resultó más grande justamente por sus tendencias perezosas. Estuvo en el Mundial ‘86, pero en los minutos que le tocó fue la sombra de sí mismo. Pasó por River sin pena ni gloria. Quedará en la historia la sensación de que pudo ser más, pero igual fue enorme. Era un jugador como esos de los que no hay, que hechizaba con sus movimientos y parecía no hacer durante un partido ninguna cosa de la que no pudiera gozar.
Así, que no es nada fácil, salió campeón su Argentinos Juniors, en estos torneos que a veces de tan cortos y de tan irregulares se boicotean a sí mismos.
El equipo no resultó una maravilla ni está a la altura de los mejores pasajes de la leyenda del Bichito Colorado, ni siquiera tiene nombres que vayan a trascender demasiado; se conformó en base a la prolijidad y la paciencia que rodearon a ese doble 5 que armaron la lenta claridad de Mercier y el motorcito lúcido de Ortigoza.
Y dio la vuelta olímpica, para seguir ganando esas simpatías que merecen los equipos chicos que respetan la pelota y que cada tanto nos hacen acordar que además de un montón de otras cosas, esto es un juego. El juego que juegan los chicos argentinos. Los Argentinos Juniors.
Está escrito: el fútbol es un remedio contra el olvido.
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