Gustavo Arballo tiene un blog dedicado, esencialmente, al Derecho.
Pero ahora se le dio por el Zurdo: Diego Maradona es presentado en un reciente posteo como una suerte de técnico que más desde lo instintivo que desde lo racional viene perfilando para Sudáfrica 2010 un equipo que contribuya al "fin del mediocampismo".
La larga y puntillosa argumentación, con pasajes geniales, no alcanza a convencer(me) de que efectivamente sea así, sobre todo porque hay algunas premisas dadas como ciertas que no son del todo verdaderas (ya habrá tiempo para seguir discutiéndolo, incluso en este espacio).
Sin embargo, el gran mérito de semejante idea es no sólo su potencia provocadora sino el debate que ha generado entre los lectores, así que pasen y lean...
Algunos de los párrafos centrales:
- El mediocampismo parte de la demencial premisa de que los partidos se deciden y se ganan o se pierden según lo que ocurra en la mitad de la cancha. Este mito ha prosperado a pesar de su falsedad evidente: todos sabemos que este es un juego que se cuenta por goles y que consecuentemente se resuelve en las dos áreas y en ninguna otra parte.
- En términos estéticos, la flexibilización laboral en la división de funciones del fútbol nos ha legado un peor juego. Si todos queremos ser mediocampistas, quedan dieciséis jugadores apilados en pocos metros de terreno como muñequitos de metegol, chocándose entre ellos.
El canon estético de nuestra táctica es el equipo “corto”, esto es: un equipo que distribuye irracionalmente sus espacios y comprime la gente en el lugar menos decisivo para la suerte del partido.
Por eso es también que, no sólo en términos estéticos, sino de la misma eficacia, el ardid mediocampista languidece, víctima de su propio éxito.
- La validación de un cambio de paradigma exige que el equipo que mejor lo encarne sea el ganador de la verdadera y única Copa del Mundo, la que juegan las Selecciones cada cuatro años.
Los dos últimos grandes y perfectos equipos mediocampistas (el Chile de Bielsa, la España de la Eurocopa 08) tienen en Sudáfrica su última cita con la historia, y la van a perder, porque están del lado equivocado de la historia.
La imperfecta Argentina, con su inexperto técnico, no es mediocampista. Y nada es tan fuerte como una idea cuyo tiempo ha llegado.
viernes, 28 de mayo de 2010
martes, 18 de mayo de 2010
Destinos atados
El 22 de junio de 1986 tuve un movimiento reflejo, instintivo, visceral. Sabía que algo estaba pasando.
En el momento en que el Diego hizo el gol de todos los tiempos, barrilete cósmico de qué planeta viniste, en lugar de fundirme en el abrazo eufórico con los que mirábamos el partido, aproveché la vitalidad de mi pubertad para pegar un pique hacia la mesa de luz de mi pieza.
Arrebatado agarré la radio, que ya estaba clavada en el dial correspondiente. Y la acerqué, a todo volumen, hacia donde reinaban los gritos desbocados de la pequeña multitud que en el living de Villa Alonso todavía se impresionaba por la maravilla del 10.
Escuchamos el llanto desgarrado de Víctor Hugo Morales y reunimos los dos milagros: la jugada de todos los tiempos quedó inmortalizada en ése, que fue el relato de todos los tiempos.
Ahora Víctor Hugo le cuenta a Felipe Pigna -vean el video completo, porque es una delicia- que esa jugada parecía destinada a ser lo que fue. No había razones para que Víctor Hugo arrancara el relato de esa peripecia, que comenzó en la media cancha y bien podía resultar una maniobra intrascendente, con una frase que fue casi protocolar: "arranca por la derecha el genio del fútbol mundial", dice Víctor Hugo sin ninguna necesidad, como si hubiera sabido que a continuación tendría lugar la magistral aventura del Diego.
Cuenta ahí mismo Víctor Hugo que el "barrilete cósmico" le surgió como metáfora de respuesta a los anti-maradonianos que en la previa lo castigaban, como bandera de la más castigada Selección de la historia, tratándolo de "barrillete" por su manía de cambiar de opinión.
Las suertes de Maradona y Víctor Hugo siempre parecieron unidas por un hilo. Cuando debutó en la Argentina, con el equipo de Sport 80 de Radio Mitre, Maradona pasó a Boca. Un combo especialísimo, repleto de tensiones y emociones, de colores y misterios, para una época ideal para la radio, claro, cuando no había tele en directo ni nada parecido.
El 22 de febrero del '81, y también me lo acuerdo de memoria, Víctor Hugo relató los dos primeros goles del Diego en Boca. Uno fue de penal, contra Talleres. Dijo Víctor Hugo que el Diego "la soltó como una lágrima" y que Chocolate Baley, el arquero, "disimulaba contra el otro palo juntando papelitos".
Creo que fue en el segundo gol de ese domingo, aunque a lo mejor fue en algún otro, que soltó una frase que aún hoy me pone la piel de gallina: "¡Qué lindo es levantarse de mañana en Buenos Aires si de tarde juega Maradona!", gritó Víctor Hugo. Daban ganas, justamente, de estar en Buenos Aires, de vivir en vivo y en directo ese cosquilleo de las tardes de la Boca, de ser parte de la carnavalesca y ansiosa espera de asistir a la magia de esos rulos saltarines sobre la Azul y Oro.
Víctor Hugo ya decía entonces que el Diego era el mejor del mundo: así, con todas las letras.
Y en una misma noche los dos se recibieron de lo mismo para mis sensaciones futoleras: no digo ídolos, porque queda feo, pero sí esos personajes a los que se les puede perdonar cualquier cosa, porque ya promovieron demasiada felicidad.
Fue una noche lluviosa en La Bombonera, una noche de otros tiempos. La radio, mi vecino el carnicero y yo éramos uno. Golpeábamos la pared para darnos fuerza cuando arrancaba el partido, la volvíamos a golpear cuando algo salía mal y repiqueteábamos sobre la misma superficie cuando había un motivo de alegría.
Esa noche casi tiramos el revoque.
Había que luchar, eso sí, contra los problemas tecnológicos: la radio era amplitud modulada (AM: sepan los pibes de esta hora que no todo fue siempre tan fácil) y sobre todo por las noches, o en los días de tormenta, las frecuencias se encimaban, se mezclaban, se perdían... Había que luchar con la antena y la paciencia.
Pero esa noche valió la pena. Boca pesteó a un gran River en el que estaban -si no exagero- Passarella, Tarantini, Merlo, el Beto Alonso, Jota Jota, Kempes, Ramón Díaz. Fue un 3 a 0 festivalero. Y el Diego y Víctor Hugo coronaron esa noche del mejor modo.
Al relator le quedó para casi siempre la imagen de supuesto hincha de Boca, aunque borró los prejuicios con su calidad, con su sabiduría y con su prestigio (tanto esfuerzo y tanto talento tuvo su premio: hoy, en mérito a sus virtudes, el Grupo Clarín comete la canallada de referirlo como "el locutor oficialista").
El asunto es que Cacho Córdoba arrancó la jugada y -tengo el relato en la memoria- permitió que se acomodara River antes de meter el contraataque. La descripción de ese momento histórico no sólo terminó con la inigualable metralleta de "tatatatatás" (un apócope, a la uruguaya, de "está, está, está, está"), sino con un ruego que me elevó a Víctor Hugo casi al mismo pedestal en que está el Diego: "que sea, que sea, que sea...", pidió sin eufemismos.
Y fue. Fillol se arrastraba por el piso barroso, los fotógrafos volaban para capturar el grito del Diego, la tribuna se venía abajo y mi vecino el carnicero y yo competíamos para ver cuál de los dos golpeaba más fuerte y más ligero la pared.
El Diego creció, todos crecimos, la radio perdió espacios frente al avance impiadoso de la tecnología, pero los destinos de Víctor Hugo y Maradona, los destinos nuestros, quedaron atados para siempre a esas historias, que en parte serán leyendas, pero que están llenas de lágrimas y cariños.
El Mundial que se viene, con Maradona como DT y con un Víctor Hugo que ahora decidió jugar partidos más importantes, como el que inició en favor de la Ley de Medios, será otro capítulo de esas historias paralelas. Y ojalá tenga una final feliz.
En el momento en que el Diego hizo el gol de todos los tiempos, barrilete cósmico de qué planeta viniste, en lugar de fundirme en el abrazo eufórico con los que mirábamos el partido, aproveché la vitalidad de mi pubertad para pegar un pique hacia la mesa de luz de mi pieza.
Arrebatado agarré la radio, que ya estaba clavada en el dial correspondiente. Y la acerqué, a todo volumen, hacia donde reinaban los gritos desbocados de la pequeña multitud que en el living de Villa Alonso todavía se impresionaba por la maravilla del 10.
Escuchamos el llanto desgarrado de Víctor Hugo Morales y reunimos los dos milagros: la jugada de todos los tiempos quedó inmortalizada en ése, que fue el relato de todos los tiempos.
Ahora Víctor Hugo le cuenta a Felipe Pigna -vean el video completo, porque es una delicia- que esa jugada parecía destinada a ser lo que fue. No había razones para que Víctor Hugo arrancara el relato de esa peripecia, que comenzó en la media cancha y bien podía resultar una maniobra intrascendente, con una frase que fue casi protocolar: "arranca por la derecha el genio del fútbol mundial", dice Víctor Hugo sin ninguna necesidad, como si hubiera sabido que a continuación tendría lugar la magistral aventura del Diego.
Cuenta ahí mismo Víctor Hugo que el "barrilete cósmico" le surgió como metáfora de respuesta a los anti-maradonianos que en la previa lo castigaban, como bandera de la más castigada Selección de la historia, tratándolo de "barrillete" por su manía de cambiar de opinión.
Las suertes de Maradona y Víctor Hugo siempre parecieron unidas por un hilo. Cuando debutó en la Argentina, con el equipo de Sport 80 de Radio Mitre, Maradona pasó a Boca. Un combo especialísimo, repleto de tensiones y emociones, de colores y misterios, para una época ideal para la radio, claro, cuando no había tele en directo ni nada parecido.
El 22 de febrero del '81, y también me lo acuerdo de memoria, Víctor Hugo relató los dos primeros goles del Diego en Boca. Uno fue de penal, contra Talleres. Dijo Víctor Hugo que el Diego "la soltó como una lágrima" y que Chocolate Baley, el arquero, "disimulaba contra el otro palo juntando papelitos".
Creo que fue en el segundo gol de ese domingo, aunque a lo mejor fue en algún otro, que soltó una frase que aún hoy me pone la piel de gallina: "¡Qué lindo es levantarse de mañana en Buenos Aires si de tarde juega Maradona!", gritó Víctor Hugo. Daban ganas, justamente, de estar en Buenos Aires, de vivir en vivo y en directo ese cosquilleo de las tardes de la Boca, de ser parte de la carnavalesca y ansiosa espera de asistir a la magia de esos rulos saltarines sobre la Azul y Oro.
Víctor Hugo ya decía entonces que el Diego era el mejor del mundo: así, con todas las letras.
Y en una misma noche los dos se recibieron de lo mismo para mis sensaciones futoleras: no digo ídolos, porque queda feo, pero sí esos personajes a los que se les puede perdonar cualquier cosa, porque ya promovieron demasiada felicidad.
Fue una noche lluviosa en La Bombonera, una noche de otros tiempos. La radio, mi vecino el carnicero y yo éramos uno. Golpeábamos la pared para darnos fuerza cuando arrancaba el partido, la volvíamos a golpear cuando algo salía mal y repiqueteábamos sobre la misma superficie cuando había un motivo de alegría.
Esa noche casi tiramos el revoque.
Había que luchar, eso sí, contra los problemas tecnológicos: la radio era amplitud modulada (AM: sepan los pibes de esta hora que no todo fue siempre tan fácil) y sobre todo por las noches, o en los días de tormenta, las frecuencias se encimaban, se mezclaban, se perdían... Había que luchar con la antena y la paciencia.
Pero esa noche valió la pena. Boca pesteó a un gran River en el que estaban -si no exagero- Passarella, Tarantini, Merlo, el Beto Alonso, Jota Jota, Kempes, Ramón Díaz. Fue un 3 a 0 festivalero. Y el Diego y Víctor Hugo coronaron esa noche del mejor modo.
Al relator le quedó para casi siempre la imagen de supuesto hincha de Boca, aunque borró los prejuicios con su calidad, con su sabiduría y con su prestigio (tanto esfuerzo y tanto talento tuvo su premio: hoy, en mérito a sus virtudes, el Grupo Clarín comete la canallada de referirlo como "el locutor oficialista").
El asunto es que Cacho Córdoba arrancó la jugada y -tengo el relato en la memoria- permitió que se acomodara River antes de meter el contraataque. La descripción de ese momento histórico no sólo terminó con la inigualable metralleta de "tatatatatás" (un apócope, a la uruguaya, de "está, está, está, está"), sino con un ruego que me elevó a Víctor Hugo casi al mismo pedestal en que está el Diego: "que sea, que sea, que sea...", pidió sin eufemismos.
Y fue. Fillol se arrastraba por el piso barroso, los fotógrafos volaban para capturar el grito del Diego, la tribuna se venía abajo y mi vecino el carnicero y yo competíamos para ver cuál de los dos golpeaba más fuerte y más ligero la pared.
El Diego creció, todos crecimos, la radio perdió espacios frente al avance impiadoso de la tecnología, pero los destinos de Víctor Hugo y Maradona, los destinos nuestros, quedaron atados para siempre a esas historias, que en parte serán leyendas, pero que están llenas de lágrimas y cariños.
El Mundial que se viene, con Maradona como DT y con un Víctor Hugo que ahora decidió jugar partidos más importantes, como el que inició en favor de la Ley de Medios, será otro capítulo de esas historias paralelas. Y ojalá tenga una final feliz.
lunes, 17 de mayo de 2010
Argentinos Juniors
A veces -muchas veces- el fútbol es un remedio contra el olvido.
Hacía rato que no sabía nada, ni me acordaba, de un viejo compañero de trabajo con el que nos quedamos debiendo cenas y sobremesas cuando el laburo nos separó. Seguramente él me destinó un olvido en proporciones semejantes.
Pero mirá lo que es el fútbol: en el instante en que Caruzzo -jugador con nombre de anti-ídolo- le metió el cuarto gol a Independiente y Argentinos Juniors quedó a un paso de ser campeón, me acordé de él. Y como esas cosas van y vienen, justo en ese instante cayó el mensajito en mi celular: “¡Esto es una locura!”, decía.
Mi viejo compañero, creo que el único hincha de Argentinos Juniors que conozco, tenía la enorme suerte de estar en la cancha. Una cancha con todas las letras, que -a contramano de lo que ocurre con la mayoría de los clubes- no tiene el nombre de un dirigente, ni de un poderoso que aportó migajas, sino de un jugador de fútbol. Y qué jugador: Diego Armando Maradona.
Argentinos Juniors gozará eternamente de la simpatía que provoca el Diego, como la que generan tantos otros jugadores que supieron salir de esa cantera inagotable, empezando por el gran Claudio Borghi, ahora técnico de los tranquilos y pensantes, antes jugador de los geniales y pachorrientos.
Mi viejo compañero no da el perfil de lo que uno supone que se valora en Argentinos Juniors: es formal y cortés, un empleado bancario puntilloso que fue policía e hizo de árbitro en las ligas locales. Nadie sospecharía que es un amante del lirismo.
Argentinos tiene esas cosas: es el club de un despreciable como “Pajarito” Suárez Mason, pero nació en una biblioteca anarquista con el nombre de Mártires de Chicago.
De chico, por su sólo nombre, Argentinos Juniors me despertó una inquietud cercana al cariño. Me parecía creer -después supe que tenía razón- que representaba el modo en que jugaban los chicos argentinos. Argentinos Juniors.
Pero no podía entender cómo un club que se llama “Argentinos” tenía esos colores, tan luego esos colores...
Los rulos del Diego, sus medias bajas y su cara de nene arrastraron ternura para el mismo molino. Mucho más cuando se produjo esa cosa tan inolvidable, tan extraña, tan de aquellas épocas: en el ‘81, cuando Maradona pasó a Boca por 10 millones de dólares, jugó un tiempo para cada equipo antes de mudarse del todo a la Azul y Oro. Ese año Boca fue campeón y Argentinos mandó al descenso a San Lorenzo, cuando Alles atajó un penal en la última fecha.
Después, o durante, me cautivó el nombre y la delicia habilidosa de un tipo como Silvano Espíndola, otro del estilo de la casa. Y más tarde llegó el formidable equipo que terminó siendo campeón de América y compartiendo una clase magistral de fútbol en la final del mundo contra la Juventus de Platini y Michael Laudrup.
Me acuerdo aquel equipo de memoria, como sucede con los que atraviesan la historia, los colores y los gustos: la estampa inolvidable del Checho Batista cortando todo en el medio, el despliegue de energía de Domenech desde el fondo a la izquierda, la categoría de Olguín para desmentir con toda su fineza que fuera un defensor, el oxígeno sobrante del Nene Emilio Nicolás Comisso, los pincelazos maradonianos del Panza Videla, el corte de manga que el Pepe Castro les dedicó a los hinchas de River, los bigotes desbordadores de Ereros, el oportunismo insaciable de PPP (Pedro Pablo Pasculli)...
Ese Argentinos Juniors enamoraba de verlo jugar. Y cuando aparecieron las rabonas del Bichi Borghi para encandilar futboleros, ese equipo rozó la perfección. Se quedó con las manos vacías en los penales frente al gigante italiano, pero siguió haciendo escuela: de sus entrañas salieron el Pocho Insúa, Redondo, Román...
Y Argentinos, por suerte, nunca dejó de ser un equipo chico. Las lágrimas de la penúltima fecha contra Independiente, en La Paternal, tenían ese contexto que cobija siempre a los clubes humildes: el barrio, los socios que se conocen entre sí, las puertas abiertas, los grandes medios un poco indiferentes, las tribunas con unos cuantos rincones vacíos...
Y la asuencia de esas histerias que tanto dañan.
Borghi, que es Argentinos Juniors, tal vez no resultó más grande justamente por sus tendencias perezosas. Estuvo en el Mundial ‘86, pero en los minutos que le tocó fue la sombra de sí mismo. Pasó por River sin pena ni gloria. Quedará en la historia la sensación de que pudo ser más, pero igual fue enorme. Era un jugador como esos de los que no hay, que hechizaba con sus movimientos y parecía no hacer durante un partido ninguna cosa de la que no pudiera gozar.
Así, que no es nada fácil, salió campeón su Argentinos Juniors, en estos torneos que a veces de tan cortos y de tan irregulares se boicotean a sí mismos.
El equipo no resultó una maravilla ni está a la altura de los mejores pasajes de la leyenda del Bichito Colorado, ni siquiera tiene nombres que vayan a trascender demasiado; se conformó en base a la prolijidad y la paciencia que rodearon a ese doble 5 que armaron la lenta claridad de Mercier y el motorcito lúcido de Ortigoza.
Y dio la vuelta olímpica, para seguir ganando esas simpatías que merecen los equipos chicos que respetan la pelota y que cada tanto nos hacen acordar que además de un montón de otras cosas, esto es un juego. El juego que juegan los chicos argentinos. Los Argentinos Juniors.
Está escrito: el fútbol es un remedio contra el olvido.
Hacía rato que no sabía nada, ni me acordaba, de un viejo compañero de trabajo con el que nos quedamos debiendo cenas y sobremesas cuando el laburo nos separó. Seguramente él me destinó un olvido en proporciones semejantes.
Pero mirá lo que es el fútbol: en el instante en que Caruzzo -jugador con nombre de anti-ídolo- le metió el cuarto gol a Independiente y Argentinos Juniors quedó a un paso de ser campeón, me acordé de él. Y como esas cosas van y vienen, justo en ese instante cayó el mensajito en mi celular: “¡Esto es una locura!”, decía.
Mi viejo compañero, creo que el único hincha de Argentinos Juniors que conozco, tenía la enorme suerte de estar en la cancha. Una cancha con todas las letras, que -a contramano de lo que ocurre con la mayoría de los clubes- no tiene el nombre de un dirigente, ni de un poderoso que aportó migajas, sino de un jugador de fútbol. Y qué jugador: Diego Armando Maradona.
Argentinos Juniors gozará eternamente de la simpatía que provoca el Diego, como la que generan tantos otros jugadores que supieron salir de esa cantera inagotable, empezando por el gran Claudio Borghi, ahora técnico de los tranquilos y pensantes, antes jugador de los geniales y pachorrientos.
Mi viejo compañero no da el perfil de lo que uno supone que se valora en Argentinos Juniors: es formal y cortés, un empleado bancario puntilloso que fue policía e hizo de árbitro en las ligas locales. Nadie sospecharía que es un amante del lirismo.
Argentinos tiene esas cosas: es el club de un despreciable como “Pajarito” Suárez Mason, pero nació en una biblioteca anarquista con el nombre de Mártires de Chicago.
De chico, por su sólo nombre, Argentinos Juniors me despertó una inquietud cercana al cariño. Me parecía creer -después supe que tenía razón- que representaba el modo en que jugaban los chicos argentinos. Argentinos Juniors.
Pero no podía entender cómo un club que se llama “Argentinos” tenía esos colores, tan luego esos colores...
Los rulos del Diego, sus medias bajas y su cara de nene arrastraron ternura para el mismo molino. Mucho más cuando se produjo esa cosa tan inolvidable, tan extraña, tan de aquellas épocas: en el ‘81, cuando Maradona pasó a Boca por 10 millones de dólares, jugó un tiempo para cada equipo antes de mudarse del todo a la Azul y Oro. Ese año Boca fue campeón y Argentinos mandó al descenso a San Lorenzo, cuando Alles atajó un penal en la última fecha.
Después, o durante, me cautivó el nombre y la delicia habilidosa de un tipo como Silvano Espíndola, otro del estilo de la casa. Y más tarde llegó el formidable equipo que terminó siendo campeón de América y compartiendo una clase magistral de fútbol en la final del mundo contra la Juventus de Platini y Michael Laudrup.
Me acuerdo aquel equipo de memoria, como sucede con los que atraviesan la historia, los colores y los gustos: la estampa inolvidable del Checho Batista cortando todo en el medio, el despliegue de energía de Domenech desde el fondo a la izquierda, la categoría de Olguín para desmentir con toda su fineza que fuera un defensor, el oxígeno sobrante del Nene Emilio Nicolás Comisso, los pincelazos maradonianos del Panza Videla, el corte de manga que el Pepe Castro les dedicó a los hinchas de River, los bigotes desbordadores de Ereros, el oportunismo insaciable de PPP (Pedro Pablo Pasculli)...
Ese Argentinos Juniors enamoraba de verlo jugar. Y cuando aparecieron las rabonas del Bichi Borghi para encandilar futboleros, ese equipo rozó la perfección. Se quedó con las manos vacías en los penales frente al gigante italiano, pero siguió haciendo escuela: de sus entrañas salieron el Pocho Insúa, Redondo, Román...
Y Argentinos, por suerte, nunca dejó de ser un equipo chico. Las lágrimas de la penúltima fecha contra Independiente, en La Paternal, tenían ese contexto que cobija siempre a los clubes humildes: el barrio, los socios que se conocen entre sí, las puertas abiertas, los grandes medios un poco indiferentes, las tribunas con unos cuantos rincones vacíos...
Y la asuencia de esas histerias que tanto dañan.
Borghi, que es Argentinos Juniors, tal vez no resultó más grande justamente por sus tendencias perezosas. Estuvo en el Mundial ‘86, pero en los minutos que le tocó fue la sombra de sí mismo. Pasó por River sin pena ni gloria. Quedará en la historia la sensación de que pudo ser más, pero igual fue enorme. Era un jugador como esos de los que no hay, que hechizaba con sus movimientos y parecía no hacer durante un partido ninguna cosa de la que no pudiera gozar.
Así, que no es nada fácil, salió campeón su Argentinos Juniors, en estos torneos que a veces de tan cortos y de tan irregulares se boicotean a sí mismos.
El equipo no resultó una maravilla ni está a la altura de los mejores pasajes de la leyenda del Bichito Colorado, ni siquiera tiene nombres que vayan a trascender demasiado; se conformó en base a la prolijidad y la paciencia que rodearon a ese doble 5 que armaron la lenta claridad de Mercier y el motorcito lúcido de Ortigoza.
Y dio la vuelta olímpica, para seguir ganando esas simpatías que merecen los equipos chicos que respetan la pelota y que cada tanto nos hacen acordar que además de un montón de otras cosas, esto es un juego. El juego que juegan los chicos argentinos. Los Argentinos Juniors.
Está escrito: el fútbol es un remedio contra el olvido.
viernes, 14 de mayo de 2010
Movete, dejá de joder...
Es un gran jugador aquel que tiene la pelota muy poco tiempo, pero la toca muchas veces para que sus compañeros la reciban con beneficio de tiempo, lugar, distancia, y sorprenda al adversario que queda sin tiempo ni distancia para disputarle la pelota.
Pero no es "juego sobrio", sino negativa sobriedad, la del jugador que haga lo mismo que el anterior, pero sin movilidad, estático en un sitio del campo, que quede mirando, después de cada desprendimiento, los efectos del mismo, en lugar de seguir el ritmo de la jugada con un movimiento acompañante del movimiento de sus compañeros. En fútbol, todo lo bueno que se haga sin movilidad, no sirve. La movilidad sin talento, tampoco sirve.
Pero no es "juego sobrio", sino negativa sobriedad, la del jugador que haga lo mismo que el anterior, pero sin movilidad, estático en un sitio del campo, que quede mirando, después de cada desprendimiento, los efectos del mismo, en lugar de seguir el ritmo de la jugada con un movimiento acompañante del movimiento de sus compañeros. En fútbol, todo lo bueno que se haga sin movilidad, no sirve. La movilidad sin talento, tampoco sirve.
Dante Panzeri, en "Fútbol, dinámica de lo impensado", 1967
lunes, 10 de mayo de 2010
Replay
Todos con el culo atrás, prolijamente metidos contra el área. Un técnico al borde del infarto, desesperado, dando indicaciones entre gritos e histrionismos. Un par de cambios sobre la hora, de esos que se hacen con el exclusivo objetivo de que pasen los minutos. Había que defender la ventaja, porque los 3 goles ya conseguidos valían oro. Defensores reventándola alto, fuerte y lejos, a la tribuna. El capitán pateando para adelante, aunque no esté en juego, sólo para conseguir el bien más preciado en ese instante: que pasen los minutos, que se termine el partido. La hora, la hora, la hora. Fútbol feo, si se quiere. Defensivo. Con uñas y dientes, colgados del travesaño.
¿Creen ustedes que es la descripción de lo que hizo el Inter contra el Barcelona en la semi de la Chmapions?
Sí, puede ser, pero es lo mismo que hizo el Barcelona contra el Sevilla, con tal de llevarse ese 3 a 2 (el mismo resultado que la serie contra el Inter, aunque al revés) que lo deja a las puertas del título de la Liga Española.
El propio Barcelona, con esa demostración de utilitarismo y pragmatismo, volteó de un plumazo las teorías principistas que sus supuestos fanáticos echaron a rodar desde que le tocó morder el polvo de la derrota contra ese muro defensivo que conformaron Julio César, Maicon, Lucio, Samuel, Zanetti y el resto de sus compañeros.
Los mentados principios se vinieron a pique, porque en realidad no son -nunca pueden serlo- tan terminantes. Hay momentos en que -en el fútbol, que es un juego completísimo, cambiante, dinámico, que premia muchas virtudes y castiga muchos defectos- hay que hacer otra cosa, porque no alcanza con las gambetas de Messi, ni con los toques de Xavi.
Demostrado está, aún contra el tan pequeño Sevilla, que lo importante no es tanto qué se hace, sino cómo se lo hace: bien o mal. Y el mejor es aquel que consigue hacer bien un mayor número de cosas...
El Inter se defendió maravillosamente contra Barcelona en la semifinal de la Champions. Hizo lo que dicen todos los manuales de la defensa: no dejó espacios, mostró solidaridad e inteligencia, tuvo para ello futbolistas dotados técnica, física y anímicamente.
Pero ese día la moralina le cayó encima, poniendo como ejemplo a seguir el más simpático que puede haber: un rival derrotado que ha pasado a la historia por el llamado "buen fútbol".
Hoy, contra el modesto Sevilla, ese mismo Barcelona de las majestuosidades y cortesías necesitó de otra cosa y no se puso colorado. Los modos son secundarios, parecieron aceptar. Los estilos a veces se toman un descanso: los muchachos de Guardiola le pegaron de punta y para arriba, apelaron a la picardía catalana, hicieron tiempo hasta que no quedó segundo vivo, se apiñaron en el área para soportar los últimos centros.
Y nadie les va a decir que hicieron trampa. Eso sí: es probable que Mourinho (foto), donde quiera que esté, haya dado otra carrera de festejo, sintiendo que le dieron la razón...
domingo, 9 de mayo de 2010
Cada partido es un relato
“Los partidos de fútbol –y los campeonatos también– no son una cuenta de suma o resta, ni siquiera la raíz cuadrada de nada que se pueda calcular; no son un silogismo, el lógico resultado de premisas ilevantables; no son un fenómeno que responda a ningún tipo de legalidad física o meteorológica; los partidos de fútbol son –todos y cada uno– buena historia original que se escribe, un relato que se desarrolla ante nosotros. Así, no son ni verdaderos ni falsos, ni justos ni injustos, ni lógicos ni ilógicos”, dice Juan Sasturain en un pasaje de su nuevo libro, "La patria transpirada. Argentina en los Mundiales".
Lo presentó ahora, nomás, en la feria de Buenos Aires. No leí, claro, pero ya le estoy discutiendo. Porque Sasturain, por ejemplo, no sólo cuenta que el seleccionado argentino que llegó a la final del '90 era "mezquino, miserable y especulador", sino que además sintió "vergüenza haber llegado adonde llegamos".
No es mi caso, claro: yo sentí alegría. Y puede que fuera un equipo especulador -término que tratándose de fútbol puede ser tanto un defecto como una virtud-, pero de ningún modo miserable. En todo caso, ese equipo tenía grandezas que algunos no alcanzaron a ver. Porque -eso hay que admitirlo- también es todo un logro encontrar grandezas en tipos (futbolistas, digo) como Pedro Monzón, Néstor Lorenzo, aquel desmejorado Gabriel Calderón, el alicaído Galgo Dezotti o el Abel Balbo que corría desubicado en todos los rincones de la cancha. Pero bueno, no faltará tiempo para rememorar aquellos días de alegría (y también de dolor por aquellas lágrimas del Diego, pero nunca de vergüenza)...
El asunto es que Sasturain tiene libro nuevo y seguro vale la pena. La presentación formal, como se estila en estos casos, se hizo con una suerte de entrevista pública que le hizo Juan Pablo Varsky.
Sasturain aprovechó entonces para insistir en algunos de sus conceptos: por ejemplo, que los ciclos en la vida del hombre se miden en períodos cuatrianuales (obviamente, el que va de un Mundial a otro).
Este hombre describe la corrida de Burruchaga en el '86, cuando Toni Schumacher se le venía encima antes del definitivo 3-2 contra Alemania en la final, como una "larga carrera contra la muerte".
También se mete con el Mundial '78, diciendo que lo festejó pero en la intimidad, sin sumarse a la gran fiesta. Recuerda el caso de Claudio Marangoni, que con un hermano desaparecido el día de la final estuvo en la cancha gritando los goles albicelestes. "Yo festejé y no me sentí manipulado; no celebré con los hijos de puta. Soy hincha de Boca y no soy hincha de Macri. ¿Qué tiene que ver? Los hijos de puta pasan, la camiseta no".
El libro, además, debe estar buenísimo porque su autor explica que lo escribe "sin ninguna autoridad, desde el único lugar del que puedo escribir, desde mi condición futbolera".
Lo presentó ahora, nomás, en la feria de Buenos Aires. No leí, claro, pero ya le estoy discutiendo. Porque Sasturain, por ejemplo, no sólo cuenta que el seleccionado argentino que llegó a la final del '90 era "mezquino, miserable y especulador", sino que además sintió "vergüenza haber llegado adonde llegamos".
No es mi caso, claro: yo sentí alegría. Y puede que fuera un equipo especulador -término que tratándose de fútbol puede ser tanto un defecto como una virtud-, pero de ningún modo miserable. En todo caso, ese equipo tenía grandezas que algunos no alcanzaron a ver. Porque -eso hay que admitirlo- también es todo un logro encontrar grandezas en tipos (futbolistas, digo) como Pedro Monzón, Néstor Lorenzo, aquel desmejorado Gabriel Calderón, el alicaído Galgo Dezotti o el Abel Balbo que corría desubicado en todos los rincones de la cancha. Pero bueno, no faltará tiempo para rememorar aquellos días de alegría (y también de dolor por aquellas lágrimas del Diego, pero nunca de vergüenza)...
El asunto es que Sasturain tiene libro nuevo y seguro vale la pena. La presentación formal, como se estila en estos casos, se hizo con una suerte de entrevista pública que le hizo Juan Pablo Varsky.
Sasturain aprovechó entonces para insistir en algunos de sus conceptos: por ejemplo, que los ciclos en la vida del hombre se miden en períodos cuatrianuales (obviamente, el que va de un Mundial a otro).
Este hombre describe la corrida de Burruchaga en el '86, cuando Toni Schumacher se le venía encima antes del definitivo 3-2 contra Alemania en la final, como una "larga carrera contra la muerte".
También se mete con el Mundial '78, diciendo que lo festejó pero en la intimidad, sin sumarse a la gran fiesta. Recuerda el caso de Claudio Marangoni, que con un hermano desaparecido el día de la final estuvo en la cancha gritando los goles albicelestes. "Yo festejé y no me sentí manipulado; no celebré con los hijos de puta. Soy hincha de Boca y no soy hincha de Macri. ¿Qué tiene que ver? Los hijos de puta pasan, la camiseta no".
El libro, además, debe estar buenísimo porque su autor explica que lo escribe "sin ninguna autoridad, desde el único lugar del que puedo escribir, desde mi condición futbolera".
sábado, 8 de mayo de 2010
Todos menos uno, la mitad más uno
- ¿Vos de qué cuadro sos, papá? -preguntó Adolfito.
- De Racing, de Boca, de San Lorenzo y de Independiente.
- ...
- De los cincos grandes, soy de esos cuatro, porque River es un club que se mudó de barrio y encima le dicen "millonarios".
- ¡Pero decime uno! -insistió el hijo.
- Boca -soltó finalmente Raúl González Tuñón, poeta y periodista.
viernes, 7 de mayo de 2010
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